Suele pasar, con los realizadores adelantados a su tiempo, esos que portan un grado superior de capacidad creativa, que tanto el público, como parte de la crítica especializada, tarden un poco en calcular el efecto de su obra, y el alcance perdurable que ésta acabará por contener en la historia del Séptimo Arte.
Al norteamericano Paul Thomas Anderson le sobran credenciales estas alturas, para ser justamente comparado con Stanley Kubrick, posiblemente el mejor realizador de todos los tiempos, y no lo dice cualquiera, el entusiasmo de otro maestro, Steven Spielberg, confirma que su último trabajo, Una Batalla tras otra, ha llegado en el momento justo, para coronar definitivamente a su responsable en el olimpo de los autores cinematográficos más destacados de su era.
En números redondos, y para su décima película tras la cámara, Anderson elige el compromiso con lo que su protagonista, un más que implicado Leonardo Dicaprio, ha definido como la peligrosa deriva actual hacia el extremismo más radical, un concepto desarrollado a partir de la novela de Thomas Pynchon, ese inclasificable rara avis de la literatura norteamericana, con el que el realizador se muestra reincidente.
Seguramente porque a los grandes, no les preocupa tropezar dos veces con la misma piedra, o llamémoslo reto, Anderson ya había adaptado al autor en Puro Vicio, un título menor si lo comparamos con el resto de su filmografía, pero que ya apuntaba mucho de los excesos frenéticos, y del humor absurdo, que Una batalla tras otra consigue explotar con bastante más acierto y determinación, como sátira política y social oportuna, para los tiempos que nos han tocado vivir.
Un trabajo narrativamente colérico, que se desarrolla a partir de un vertiginoso comienzo, que apenas da respiro al espectador, como extravagante y enérgico manual de resistencia revolucionario, que más tarde gira a desenfrenada road movie, configurando una mezcla de géneros que no resultan nunca ajenos entre sí, en parte por saber elegir muy bien el tono de lo visual, y cuidar con mucho esmero a los personajes, para que el espectador pueda seguir el ritmo de sus 170 minutos de duración, sin apenas sufrir ningún desajuste.
Del reparto, y señalando de nuevo a un Leonardo Dicaprio, del que también se puede destacar en lo positivo, que ejerza como estrella en todo momento, cabe señalar por encima de todos a un brillante Sean Penn, que ya trabajó con el realizador en su anterior película, Licorice Pizza, y que recoge los galones de un villano extremadamente contundente, de manera más que satisfactoria.
Completan desde el plano secundario, rostros conocidos como Benicio del Toro , que ejerce quizá como el más Pynchoniano de los perfiles, muy bien acompañado por el talento emergente de Chase Infinity, o la fuerza interpretativa desbocada de Teyana Taylor, especialmente inspirada en un rol muy difícil de ejecutar.
En la técnica, el complejo trabajo de montaje, ensamblado a la altura de lo que el film requiere, y que se refleja en otros apartados, como la fotografía, contemplan el tono básicamente experimental de la partitura de Jonny Greenwood, integrante del grupo Radiohead, que vuelve a estar al servicio del maestro Anderson, en esta ocasión, y entre las diferentes capas sónicas, con una pieza central realmente emocionante.
Finalmente, más allá de la insultante capacidad técnica o creativa de su realizador, Una batalla tras otra eleva su tono relevante llamando a la insurrección, en un momento en el que toca mojarse en contra de cualquier tipo de extremismo totalitario, y su aún más preocupante normalización, un compromiso que unido al tono solemne, aún dentro de la vorágine, que porta el film, la convierte en uno de los títulos más recomendables del año, aunque posiblemente esto se quede corto, porque como suele ocurrir con el cine de Paul Thomas Anderson, pronto será posiblemente señalada, como una de las obras más celebradas y significativas de este primer cuarto de siglo.
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