Crítica a The Brutalist: No es el camino, es el destino. Brady Corbet edifica un nuevo e instantáneo clásico norteamericano.

 

Trasladar a los edificios una sensación de grandeza, es uno de los objetivos de la arquitectura brutalista, un movimiento artístico surgido tras la Segunda Guerra Mundial, y cuya mayor proliferación se produce en el periodo comprendido entre las décadas de 50 al 70, a través de un estilo que aspira a la pureza de sus materiales y sus formas, portando un aspecto masivo, crudo, y absolutamente geométrico.

Con la clara vocación de participar en el banquete majestuoso de los grandes autores, el realizador Brady Corbet ejecuta, a partir de su propio guión original, escrito junto a su mujer, la noruega Mona Fastvold, la historia de László Tóth, un arquitecto que viaja a los Estados Unidos huyendo de la Europa de la posguerra, en busca del sueño americano, el cual parece materializarse tras ser captado por un industrial millonario, el cual le encarga la construcción de un fastuoso edificio conmemorativo.

Precisamente, es el reverso tenebroso de ese sueño americano, lo que Corbet expone desde el inicio de un film, diseñado con una precisión técnica y unas intenciones narrativas que irremediablemente, evocan la figura del maestro Paul Thomas Anderson, gurú del cine norteamericano, y verdadera marca de estilo para toda una nueva generación de realizadores, en esa búsqueda por mostrar la mayor y más elocuente grandilocuencia en la gran pantalla.

En cualquier caso, The Brutalist recorre su propio camino, a través de un extenso metraje de algo más de 200 minutos, en el que se diferencian claramente dos mitades, una muy atractiva presentación, que alcanza gran parte del nudo, y donde generalmente se encuentran las escenas más sugerentes de un relato tan hipnótico como a veces fantasmagórico, deformado en lo íntimo y en lo visual, hasta alcanzar un desenlace más intenso en lo dramático, donde la cinta alcanza verdaderos momentos de gran relevancia argumental, los cuales disipan cualquier posible confusión previa en la exposición.

Retroceder al pasado para hacer un retrato actual, el film de Corbet reflexiona sobre el papel de la inmigración y sus profundas connotaciones sociales o religiosas, algo que lleva a los personajes a mostrarse excesivamente torturados, e incluso antipáticos por momentos, por esa exposición a un entorno hostil, y que incluso tratándose como es el caso, de personas especialmente talentosas, les obliga a vivir de prestado, y a ocupar tristemente su espacio como ciudadanos de segunda.

La actuación sincera y absolutamente entregada de Adrien Brody, que vuelve en su mejor versión tras años deambulando por el sótano de la Serie B, encuentra la réplica perfecta de su mujer en la ficción, una Felicity Jones que tarda bastante en aparecer en pantalla por las vicisitudes de la historia, pero que acaba adueñándose con enorme fortaleza de la escena, pese a la evidente fragilidad física de su personaje, estableciendo una veraz y sorprendente química romántica entre ambos. Completa el reparto Guy Pearce, el cual da vida con una más que adecuada caracterización, y mejores formas, al industrial que representa ese poder absoluto, y ese gusto por la ostentación que suele acompañar a este tipo de individuos, de carácter más bien turbio, y tendentes a lo megalómano.

Entre los prodigios técnicos de The Brutalist, se encuentra su uso del formato fotográfico de VistaVision y en 70mm, perfecto para capturar el tono panorámico que persiguen las imágenes más potentes en lo visual, mientras abraza ese deseado tono oscuro de los escenarios, en especial los del estado de Pensilvania, en los que se desarrolla casi toda la historia. Del resto, se ocupa un excelente trabajo de montaje, y la impecable e inspirada partitura de Daniel Blumberg, que encaja como un guante sobre el esqueleto del film.

Finalmente, y en palabras del propio Brady Corbet, lo que ha pretendido con su tercer largometraje, es hacer un tipo de cine que lleve la contraria a su tiempo, y que de algún modo, desafíe a la mayoría de realizadores contemporáneos, y a fe que lo ha conseguido, instaurando un nuevo e instantáneo clásico norteamericano, que bebe de fuentes simultáneas en lo cinematográfico, entre lo clásico y lo moderno, rememorando a muchos de los grandes autores del Séptimo Arte, mientras aproxima precisamente esas artes, las que componen el film, con enorme virtuosismo y determinación, obteniendo un resultado evocador, que se muestra envidiablemente equilibrado tanto en el aspecto narrativo como en el visual.





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