Crítica a 'La Ballena': El último réquiem de Darren Aronofsky, sigue incidiendo en su particular visión, como maestro del melodrama perturbador.


 Cómodamente posicionado como uno de los realizadores más relevantes del nuevo milenio, el norteamericano Darren Aronofsky ya no necesita vender su particular estilo, enfocado en toda suerte de melodrama perturbador, subgénero al que ha conseguido dar forma y carácter, alcanzando por derecho propio ese estatus de autor, una etiqueta que tanto suelen perseguir, con mayor o menor fortuna, los aspirantes al olimpo cinematográfico.


En esa decisión de máxima inteligencia, que supone contar con el responsable del texto original, Aronofsky encarga la adaptación de su propia novela homónima al dramaturgo Samuel D. Hunter, el cual ya había llevado con éxito la historia a las tablas, aspecto precisamente, el teatral, muy presente en el desarrollo de un trabajo, encerrado tras las cuatro paredes que el protagonista, debido a su minusvalía, se ve imposibilitado a poder franquear.

Nuevamente, y desde su habitual minimalismo de tono más bien independiente, el realizador vuelve a trazar un relato psicológico extremo, cuyo fondo visual, de luz tenue y formato reducido, sirven para potenciar el horror emocional de Charlie, un profesor de lengua cuya obesidad ha llevado al límite de su propia resistencia, el tipo de relato que viene como anillo al dedo a tan particular estilo, aportando coherencia a su discurso como autor.

Existe siempre un punto de provocación en el cine de Aronofsky, expuesto ésta vez a través de una historia comprometedora, que pone sobre la mesa controvertido tema de la obesidad mórbida, algo que probablemente molestará a más de un purista incauto, por mucho que las cartas estén marcadas prácticamente desde el minuto uno, por aquello de acercarse a espejos incómodos, que inevitablemente siempre sacan a la luz el debate sobre si todo vale, o donde está el límite, a la hora de mostrar en pantalla la miseria humana de una forma tan gráfica.

Pese a ello, el film camina con más éxito que desgracia, sobre ese fino alambre que puede empujarlo hacia lo lacrimógeno, gracias sobre todo a un enfoque honesto y no especialmente condescendiente, el cual construye a través de metáforas tan sencillas como inspiradas, donde la más reconocible, y que además da nombre al título, emparenta la cinta con la obra literaria más famosa de Herman Melville, mientras otros factores adquiridos por Aronofsky, como es la visión religiosa de un ateo confesó, ocupan su cuota de atención durante el desarrollo de la cinta.

En el centro del escenario, bastará con decir que Brendan Fraser consigue exorcizar gran parte de sus demonios, tras haber abandonado Hollywood por la puerta de atrás, superando el exceso de prótesis, con enorme sensibilidad y aplomo, y pese a sus evidentes limitaciones como actor, que siempre las tuvo, se las arregla para resultar convincente e incluso emotivo en más de una escena.

Completan el reparto una Hong Chau espectacular, el soporte más sincero del personaje de Fraser, la siempre deseada presencia de Samantha Morton, y unos jóvenes Sadie Sink y Ty Simpkins, que pese a cumplir a un nivel aceptable, representan las peores desconexiones del film, justo cuando los actores de reparto interaccionan al margen del protagonista.

Finalmente, destacando el buen trabajo de maquillaje, y una más que adecuada banda sonora de Rob Simonsen, cabe señalar que La Ballena, mantiene la incuestionable coherencia como autor de Darren Aronofsky, pero quizá se queda algo corto en la comparación con sus otros réquiems, lo que no quita estar ante un trabajo superior a la media, de lo que el cine norteamericano, cada vez más temeroso a la ofensa de los diferentes colectivos, suele ofrecer, un factor que seguro, sabrán apreciar los que se acerquen a la cinta, especialmente aquellos que conozcan parte de los elementos, muchos de ellos de carácter emocional, implicados en la producción.




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